24 de febrero de 2017

FELIPE, ¿POR QUÉ NO TE VAS?





Felipe VI con la toga judicial,
Gran Collar de la Justicia y
Escudo de Magistrado del
Tribunal Supremo
Solo los responsables de la situación dudan sobre el hecho cierto de que las instituciones españolas caminan por una senda de desprestigio que, a pesar de haber rebasado hace tiempo los límites soportables, aún siguen esperando que de una vez por todas se ponga fin al esperpento en que se han convertido. Al menos los ciudadanos necesitamos y debemos exigir una operación de limpieza a fondo acompañada de una urgente puesta al día de todo aquello que regula nuestras vidas.

Si la actual situación española está adquiriendo tintes de caótica, es de esperar que el caos finalmente se materialice y con él aquellos desastres que le son propios. Si la jefatura del Estado no percibe o no afronta esta situación nadie aceptará, en el caso de que finalmente se produzca, que desde la Casa Real se alegue desconocimiento ni impotencia, los "no me constaba", "no lo sabia", "lo desconocía", o incluso alusiones al "amor" aunque este sea a España.  Como justificación de la pasividad reinante ninguna de estas maniobras tendrán cabida en la mente de ningún español de ley, tampoco el recurso al texto constitucional, a su Título II.

Cierto es que las atribuciones, los poderes del monarca son prácticamente inexistentes, así se decidió en 1978 a cambio de legitimar constitucionalmente la monarquía. Se adoptó la trucada fórmula de que el Rey reina pero no gobierna y el rey designado por el dictador Franco asumió la jefatura del Estado, y lo hizo sin tener ninguna preparación afín a este tipo de función y por supuesto ninguna experiencia, salvo la que pudo acumular durante tantos años  de estrecha relación con el dictador y con su régimen. Obligado Juan Carlos I a abdicar, su puesto fue ocupado por su hijo menor, igualmente carente de toda experiencia y/o preparación para el ejercicio de la Jefatura del Estado, salvo aquella que le pudo proporcionar su padre, es decir ninguna digna de elogio.

Ahora, cuando las instituciones se tambalean, especialmente aquellas encargadas de velar por los derechos de todos los españoles, es imprescindible actuar, - pongamos como ejemplo el deterioro de la Justicia y recordemos que “La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey" (Art.115 CE/1978) -. Llegando a este punto de deterioro se hace imprescindible un golpe de timón al objeto de recuperar un rumbo cierto. Si el Jefe del Estado es incapaz de enderezar la situación de deterioro general de las Instituciones debe asumir su inutilidad y renunciar a su puesto. Así sería si tal jefatura estuviese en manos del presidente de una República, pero España es una monarquía y además el timón está en manos de un partido politico inmerso en tantos y tantos casos de corrupción, de todo tipo, que ya se hacen imposibles de enumerar y cuyo poder e influencia sobre los órganos judiciales está continuamente criticado, incluso por los propios magistrados y fiscales.

El Rey sabe que no puede hacer nada para impedir que el sistema reviente, que reventará, por tanto digno de un buen rey sería apartarse del trono y dejar que otros impidan el sufrimiento del pueblo, devolviendo la dignidad a las Instituciones que han de garantizar sus derechos y ampliando estos, desterrando la corrupción y castigando ejemplarmente a los corruptos.

El Rey debe irse, no es necesario entrar en sesudas disquisiciones ni en análisis ideológicos ni politicos, ni tan siquiera hace falta ya justificar los motivos de su marcha, de su renuncia, junto con la de todos los miembros de su extensa familia, a un trono que debe pasar a ser una exclusiva pieza de museo.  

Esa renuncia al trono y a sus privilegios si que seria un gran acto de amor por España y además nos evitaría seguir perdiendo el tiempo en busca de un estado plenamente democrático. 

Mi pregunta es: ¿ Por qué no se va?. Quizás la decisión de irse sea la única que está dentro de sus atribuciones y si no es así le amparan sus derechos constitucionales como ciudadano, bueno sería que tomase esa decisión. En España llevamos muchos años necesitando un Jefe del Estado democráticamente elegido, y que además ejerza como tal y, como no, una forma de Estado diferente a la que nos impuso el régimen franquista.




Benito Sacaluga




14 de febrero de 2017

LA REPÚBLICA, LOS SEÑORITOS Y MACHADO.






Castas, privilegiados, señoritos antaño en sus cortijos y hoy en los consejos de administración de multinacionales y en las instituciones. Otros hombres, los verdaderos, paridos en el pueblo y convertidos en héroes incontestables y rebeldes, exigen a los reyes la inocencia en las acusaciones que contra ellos existen, pueblo levantado antes en armas, hoy protagonizando manifestaciones de rechazo a los gobernantes, a la clase dirigente, al insaciable sistema capitalista, al señoritismo, enfrentándose al sistema en extraordinarias condiciones de inferioridad tal y como los milicianos republicanos se enfrentaron a ejércitos profesionales, un pueblo que aspira a los derechos que le corresponden ya que todo lo que España tiene de grande finalmente se lo debe al pueblo. No hay poderosos, hay poder, y ese poder lo reclama hoy el pueblo una vez que su cesión al sistema, al señoritismo, ha vaciado sus graneros para contentar a los señoritos. Un poder exigible y exigido por tanto tiempo que ya nuestras memorias no son capaces de recordar su primer día. Una lucha que necesita de una herramienta básica, de la cultura, una herramienta que los señoritos rechazan concedernos sumiéndonos en la constante y machacona repetición de los textos de “sus” escritores y trabando a aquellos autores que escriben para el pueblo llano, al mismo tiempo que se les aplican los más inadecuados calificativos, intentado que el pueblo, permanezca dormido mientras se alimenta con la “cultura del consumo" , precisamente la que hace que los bolsillos de los señoritos y los usureros estén cada día mas llenos y nuestros graneros cada día más vacíos,

Antonio Machado, republicano convencido, escribió en el diario La Vanguardia una serie de artículos durante la guerra civil española, concretamente veintiséis, reproduzco a continuación el primero de ellos por su indudable vigencia, publicado el 16 de julio de 1.937, justo un año después del levantamiento militar e inicio de la guerra civil, pero antes, y a modo de guiño a la esperanza republicana, una estrofa de sus primeras obras, de principios del siglo XX :

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.

…… Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Vamos ahora con Machado y su artículo:


...Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil?, era el tópico al uso de aquellos días, consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: "Escribir para el pueblo, decía un maestro, ¡qué más quisiera yo !". Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres  cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porgue escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir; para los hombres de otras razas y de otras lenguas. Escribir para  el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra;, Tolstoi, en Rusia.

Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz a mi modo, del saber popular. 

Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber como en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, como en España lo esencialmente aristocrático en cierto modo es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretendían justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.

Después de puesta su vida tantas
veces por su ley al tablero...

¿Por qué recuerdo yo esta frase de don  Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal ves será, porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el poeta, “ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única, si se pierde no hay otra, por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros. Cuando una gran ciudad, como Madrid en estos días,  vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía y en ella advertimos un extraño fenómeno compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece literalmente se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre.

La verdad es que, como decía Juan de Mairena, “no hay señoritos, sino más bien señoritismo” , una forma, entre varias, de hombría degradaba, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.

Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidémica, cuyo origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y, digámoslo con orgullo, perfectamente antiespañola. Porque “señoritismo" lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie, signos de clase, hábitos o indumentos, a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar, jesuísticamente, la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, “nadie es más que nadie” porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. “Nadie es más que nadie”, porque, y éste es el más hondo sentido de la frase, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.

Cuando el Cid, el Señor por obra de una hombría el Cid, el Señor que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira, y Sol, para que vean "cómo se gana el pan". Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a  hombre, que jure sobre los Evangelios no deber su corona al fratricidio Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes, de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas, definitivas de una aristocracia, encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.

No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto porque no me gusta denigrar al adversario, pero creo con toda el alma que la sombra de Rodrigó acompaña a nuestros heroicos milicianos. y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.

Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folklore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que en España el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aún convertirse en norma literaria, solo con esta  advertencia: la  aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos piadosamente no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas  clases tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas e! pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en “El Quijote” no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o como se decía antes, a la necedad del vulgo, sino por el contrario a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable: ad pedem ittera, pero con  profundo sentido de verdad, en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería. 

Pero dejando a un lado el aspecto español  o, mejor españolista, de la cuestión se encierra a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura y el de su defensa voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que  proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.

'La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería para los que así piensan, si esto es pensar, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable”. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la Historia, quienes expongan una concepción tan espesamente materialista de la difusión cultural.

En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en el tesoro, ni en el depósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un. lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultural es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos... . .

Para mí, decía Juan de Mairena, sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura o tránsito de la cultura , concentrada en un estrecho círculo de elegidos o  privilegiados, a otros ámbitos más extensos, si averiguásemos que el principio de Carnot - Clausius, rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso habríamos de proceder con sumo tiento, porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura. Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa, lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética : sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da. .. .Enseñad al que no sabe, despertad  al dormido, llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias, y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingenie para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que tan sólo el peso de la cultura, pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado frondosos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.

Antonio Machado

16 julio de 1937

7 de febrero de 2017

UN SIGLO DE COMUNISMO (1917-2017)




Imagen: www.thefamouspeople
(1) El término comunismo, el vocablo en si, aparece en Francia hacia 1830 para definir a los seguidores de François Babeuf (1760-1797), político jacobino radicalizado que lideró la fracasada “Conspiración de los Iguales”, fue ejecutado poco antes de que Napoleón asumiera el poder en Francia.

El vocablo se difundió con rapidez por toda Europa. En Gran Bretaña lo introdujo John Barmby en 1841 al fundar la “London Communist Propaganda Society”.

El vocablo socialismo tiene sus primeras referencias entre 1833 y 1834 apareciendo simultáneamente en Francia y Gran Bretaña con similar campo semántico que el comunismo: oposición al egoísmo “individualista” y preocupación por la cuestión social en las ciudades industriales, pobreza extendida, trabajo infantil, hacinamiento insalubre, etc.

En su origen el comunismo denotaba un ideal moral: la búsqueda de la pacífica comunidad de vidas y haciendas supuestamente perdida por un progreso histórico repleto de injusticias. Poco después en 1848, de la mano del pensador alemán Karl Marx (1818-1883), pasó a definir una doctrina filosófica basada en el análisis de la economía capitalista y generadora de un programa de acción sociopolítica. Finalmente, a partir de 1917 y con el político ruso Vladimir Illich Ulianov, alias Lenin (1870-1924), identificó una práctica de gobierno del Estado de estructura monopartidista, orientado a la supresión de la propiedad privada y las clases sociales.

La doctrina moderna del comunismo, su segunda acepción semántica, está ligada a la vida y obra de Karl Marx, sobre todo al folleto El Manifiesto Comunista, publicado en Londres en 1848 por la llamada Liga Comunista. En el momento de su redacción, Marx ya había formulado las bases filosóficas de lo que denominó “concepción materialista de la historia” o “materialismo histórico”: la economía política era el fundamento de la sociedad sobre el que se elevaba su “superestructura jurídica y política” y las formas derivadas de “conciencia social”. A su juicio, el desarrollo del capitalismo industrial, promotor de la nueva polarización social entre burgueses (dueños del capital cada vez más ricos) y proletarios (obreros explotados cada vez más miseros), creaba las condiciones para la implantación de un modelo social sin clases mediante la anulación de la propiedad privada y la implantación  del mercado planificado por el Estado (fase socialista). La conocida consigna final del manifiesto ¡Proletarios de todos los países, uníos! era un llamamiento a la acción revolucionaria internacional de una clase definida en términos económicos.

La tercera y decisiva acepción del término “comunismo” lleva la impronta de Lenin, director de la toma insurreccional del poder durante la Revolución de octubre de 1917. La variante leninista del marxismo empezó a cuajar a principios del siglo XX. Las tesis de Lenin, marginales en el socialismo europeo, encontraron su oportunidad única después de que la Gran Guerra socavara la estabilidad del zarismo y de la propia sociedad rusa. El colapso imperial en febrero de 1917 generó una situación de "doble poder" en la que el Gobierno provisional de partidos burgueses disputaba la autoridad efectiva con nuevos organismos de representación municipal y comarcal (los soviets o juntas abiertas de obreros, campesinos y soldados). En ese contexto histórico, ante la perspectiva de un nuevo invierno de guerra y hambre, Lenin apostó por una insurrección militar para sustituir al vacilante Gobierno de Kerensky e instaurar "la dictadura del proletariado".

Aunque los bolcheviques eran pocos en Petrogrado (unos 15.000 militantes) y todavía menos en la inmensa Rusia (80.000 para 175 millones de habitantes), consiguió articular un programa que aunaba los deseos básicos de amplios sectores de población: paz (poner fin a la guerra con Alemania), pan (remediar la crisis de abastecimiento alimenticio) y tierra (dar a los campesinos las propiedades del zar, la nobleza y la iglesia ortodoxa). Y mediante la consigna ¡Todo el poder a los soviets! también ofreció una alternativa institucional que sustituyese a la desplomada Administración imperial.

El 25 de octubre de 1917 las milicias armadas bolcheviques tomaron el casi desguarnecido Palacio de Invierno de Petrogrado, el golpe triunfó con mínimas bajas, nueve gubernamentales y seis atacantes bolcheviques. Ya en el poder Lenin disolvió la recién elegida Asamblea Constituyente. De este modo, la toma del poder en octubre de 1917 inauguró una nueva fase en la historia de Rusia.

En 1922, con Lenin enfermo, Iósif Stalin fue consagrado secretario general del partido. En 1924 fallece Lenin, para entonces el edificio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ya estaba en vigor. La lucha por la sucesión de Lenin se establece entre Stalin y Trotsky, finalmente, en 1927, Stalin  se convierte en el líder carismático, en el nuevo“zar rojo”.

El modelo comunista soviético persistiría hasta su desplome en el bienio 1989-1991, tras vivir su edad de oro al compás de la victoria en la II Guerra Mundial y de los procesos de descolonización. No en vano, la primera permitió la imposición de su hegemonía sobre la Europa oriental liberada por el Ejército Rojo, mientras que lo segundo propició el surgimiento de nuevos regímenes hermanos en China (1949) y otros países asiáticos (Vietnam, Corea), africanos (Angola) o incluso americanos (Cuba). 


(1) Extractado de "Un siglo de comunismo: idea, doctrina y práctica", Autor: Enrique Moradielos. Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura. publicado en tintaLibre. núm.: 44.(Febrero 2017)